El sistema electoral de cada país corresponde a la historia, cultura, correlaciones y consensos políticos de cada sociedad. Dentro de los límites de los marcos constitucionales que les dieron origen son perfectibles de acuerdo a sus propias evoluciones. El sistema político y electoral de Estados Unidos corresponde al carácter federal de esa nación, a su extenso y diverso territorio, y al conglomerado humano que excede los 330 millones de habitantes que en gran medida sustituyeron a sus pueblos originarios con otra amalgama identitaria, económica y social.

Cada uno de los 50 estados asume normas diferenciadas de votación y escrutinio, en una compleja y tortuosa institucionalidad estatal de frenos y contrapesos que combina instancias de legislación estatal, gobernaciones, instancias de administración y jurisdicción electoral y, al final, el desequilibrio del peso de las autonomías, instancias que se replican a nivel federal bajo el amparo de su carta constitucional. Este acuerdo les ha permitido una funcionalidad que aunque lenta y tortuosa, opera y resuelve. La complejidad federal de su sistema electoral tiene límites divergentes con el mundo democrático moderno en la institución del Colegio Electoral, antepuesto al voto igualitario y directo, genera distorsiones como la elección de Trump en 2016, cuando habiendo recibido tres millones de votos menos que la candidata Clinton, resultó ser el presidente. Otro caso es el sistema de distritos electorales uninominales que limitan severamente la pluralidad a otras opciones fuera del esquema bipartidista, cuando también existen otros partidos como: el Libertario, Verde, De la Constitución, De los Contribuyentes o Ley Natural.

La polarización y división causada a la sociedad estadounidense por el presidente Trump, por sus irracionales decisiones y su frenético estilo de gobierno durante los 4 años de su mandato, ha sido objeto de estudio por connotados cientistas sociales. Por ende no se podía esperar que terminara de otra manera, sino al mejor estilo de un irresponsable que se niega a entregar el poder.

La ofensiva legal y mediática de Trump y sus representantes alegando fraude, sin presentar evidencias, pretende detener el escrutinio, anular votos postales y deslegitimar el conteo en aquellos Estados que no le favorecen. Los medios de comunicación recogen denuncias por comprobar: Richard Grennell representante republicano en Las Vegas reclamó presenciar la comprobación de la validez de votos en el escrutinio; Adam Laxalt, ex fiscal de Nevada, acusó que muchos votos por correspondencia no son de votantes reales; el senador Graham presumió que quince personas muertas han votado en Pensilvania. Cuestionan la cadena de custodia y la oportunidad de llegada de esos votos. Aquí no operan misiones de observación electoral internacional y la OEA y el Secretario Almagro guarda silencio ante tales denuncias.

El voto postal tiene regulaciones diversas en cada estado, es una modalidad que los contendientes siempre tuvieron muy clara y era presumible que su uso se multiplicaría ante los graves efectos del Covid19 que registra 100 mil contagios diarios en aquel país, cuyo manejo inapropiado hizo pagar un alto costo político a Trump. Esto supone que muchos votantes demócratas se volcaran masivamente al voto postal, generando retrasos que provocaron un escrutinio lento y prolongado, no atribuible a los electores; la responsabilidad de cualquier autoridad electoral es procesarlos, respetando la expresa voluntad de los electores, principio esencial de cualquier sistema electoral.

Laxos controles sobre campaña electoral, propios del sistema, dieron todo el espacio a Trump para desplegar su matonería, estimulando movilizaciones de simpatizantes descontentos, azuzados por las denuncias de fraude, armados con fusiles de asalto. El comunicado del expresidente Bush expresando: “Acabo de hablar con el presidente electo Biden, se ha ganado la oportunidad de unir a nuestro país...”, desmarcándose de Trump, le cierra el espacio de maniobra política y desnuda sus pretensiones de negarse a reconocer el triunfo demócrata. Esta experiencia aporta lecciones únicas para la administración de justicia en las próximas elecciones en El Salvador: demanda unidad, fortaleza y carácter institucional por parte del organismo colegiado del Tribunal Supremo Electoral, exigiendo firmeza en la aplicación de legislación vigente, esto incluye el precedente de sentencias judiciales para controlar los abusos de campañas electorales adelantadas y un estricto control sobre el uso indebido de recursos del Estado con fines político electorales. Un TSE endeble que no ejerza control, pronto perderá credibilidad.