La política es ciencia y arte a la vez. Como ciencia estudia las relaciones de poder en la esfera del estado-aparato, por ende, en la actividad que ejecutan quienes gobiernan o los que aspiran a gobernar los asuntos que afectan a la sociedad, con probidad, eficacia y de manera oportuna.

Como arte muestra habilidad para lograr la gobernabilidad democrática, el sostenimiento del diálogo político y el consenso social, a partir de lo cual se pretende avanzar en dirección a los bien entendidos intereses nacionales que, por antonomasia, descansan en el bien común.

Cabe preguntarse entonces ¿Por qué ante propósitos tan nobles la política luce tan desprestigiada junto a las instituciones de la República? No hay que ser cientista político para dar una respuesta coherente. Ocurre que las instituciones son creadas y administradas por personas de carne y hueso, falibles e imperfectas, por tanto, en la medida que sus principios y valores sean éticamente frágiles, en esa misma proporción se ven succionados por las mieles del poder, por los tentáculos de la corrupción política, madre de todas las corrupciones.

De ahí que sea pertinente citar estas sabias palabras: “Es muy grave cuando en un país la política es vista como algo sucio, como algo corrupto, como algo a lo que los decentes y los puros, los inteligentes y los brillantes deben estar alejados. El problema es que el resultado es el siguiente: si no van los limpios, van los sucios; si no van los talentosos, van los torpes y los mediocres. Por eso es fundamental adecentar la política”.

Son expresiones del escritor peruano Mario Vargas Llosa a su paso por nuestro país en mayo de 2000. Encajan perfectamente con lo que está ocurriendo en la región y en el continente, espacio donde el neo marxismo (impulsado por el Foro de Sao Paulo), el populismo (paradójicamente ejercido al mismo tiempo, por algunos viejos y habilidosos políticos como por los millennials emergentes) y el neo mercantilismo (que no aprende nunca de las desastrosas lecciones dejadas por el malsano hecho de justificar la concentración de la riqueza en pocas manos) hacen de las suyas ante la pasividad de una ciudadanía honesta y pensante que – ante los amargos casos de corrupción registrados en diversas latitudes - no quiere saber nada de política, mucho menos participar activamente en ella.

En El Salvador, casi un 50 % de ciudadanos no se identifica con ningún partido político, resultando entonces imperativo que la ciudadanía participe en política, desde la esfera de sus propias capacidades, funciones y competencias, ya sea vía candidaturas, el objetivo enfoque de algunos analistas políticos o los posicionamientos de tanques de pensamiento.

Este alto porcentaje de personas no partidarias podría generar la configuración de diversos, entre otros: 1º) Que con su abstencionismo se siga erosionando el equilibrio de poderes, implicando dar paso a una eventual “aplanadora legislativa”, plataforma para operativizar drásticos cambios con los que sueña todo dictador. 2º) Que con su participación política activa desde la sociedad civil organizada se fortalezca dicho equilibrio, se presione para evitar el histórico reparto de instituciones y se asegure el sistema de libertades. 3º) Que con su participación política activa desde nuevos partidos, el elector tenga a la vista nuevos idearios político-electorales no demagógicos, que al final se convertirían en elementos motivadores hacia aquella porción de ciudadanos que muestran apatía para participar en política. 4º) Que participando con candidaturas no partidarias amplíen su participación como diputados, venciendo los obstáculos impuestos por la torpe oposición promovida por políticos impresentables y probadamente corruptos, con el fin de entorpecer su acceso al poder. Esto vendría a abonar a la unidad de los movimientos no partidarios, hoy sofocados por el egoísmo, divisionismo y atomización, que diluye las buenas intenciones que pudiera tener el único diputado no partidario dentro la Asamblea Legislativa.

En este año preelectoral es imperativo participar en política.