La anterior es una frase que a todos les sonará conocida: mezcla de optimismo y orgullo patrio, de vanidad nacionalista y diferenciadora de los vecinos a los que consideramos tan básicos, tan primitivos y violentos. Los salvadoreños, desde nuestro pequeño territorio, vivíamos enamorados unos de las imágenes del presidente firmante de los acuerdos de paz y los otros “de la gesta histórica que permitió vencer al fantasma del militarismo”, solo para usar dos de las frases más usuales.

Y es que ambos hechos, de innegable peso histórico aunque sujetos a las más diversas interpretaciones, sirvieron durante veintiocho años como anticuerpos contra el surgimiento del totalitarismo y del incumplimiento de ciertas formas básicas de hacer política y de expresarse en la vida pública. Claro que hubo exabruptos y abusos, nuestro país no ha sido un escenario bucólico y pacífico, pero comprados a nuestros vecinos de la región, el nuestro seguía siendo un país en el que la vía institucional era casi siempre la única opción a elegir.

Pero esa realidad disfrazada tardó en revelarse y ahora se nos impone…la verdad de lo ocurrido el domingo 9 de febrero estará siempre allí, en la imagen del presidente Bukele usurpando la silla del presidente de la Asamblea y el control del recinto legislativo acompañado de militares portando armas de asalto, acompañado además de un pelotón de policías de la Unidad de Mantenimiento del Orden, sin que existiera una turba a quien reprimir o que hiciera necesario proteger al presidente, quien oró unos minutos antes la mirada de apenas una veintena de diputados y periodistas, testigos mudos de su falta de cordura .

Dicha puesta en escena seguirá sobreponiéndose a las otras imágenes que con tanta razón nos hacían sentirnos orgullosos: la de sucesivos eventos electorales sin fraudes, las de los viernes de sentencias constitucionales de avanzada, y que sin embargo fueron cumplidas por los órganos de estado, o las de algunas marchas violentas cuyos organizadores fueron disuadidos de continuar con sus propósitos y, que decir, del respeto mostrado por una Fuerza Armada subordinada hace seis años a un comandante en jefe, que venía de las mismas filas guerrilleras a las que alguna vez se encargó de combatir.

Piensen en lo que este presidente habría hecho si el 5 de julio de 2006 hubiese estado al mando del órgano ejecutivo. Aquel día, en medio de protestas por el alza en las tarifas de energía y el costo del transporte público, un fanático de ultra izquierda disparó con un fusil de asalto contra un pelotón de agentes policiales, corriendo luego a refugiarse al campus dela Universidad de El Salvador.

¿Se imagina la respuesta de un presidente impulsivo y con ansias de notoriedad y de poder como Bukele? La intervención militar de la Universidad en plena posguerra, habría sido la respuesta inmediata de este comandante general, a quien hoy su ministro de defensa jura lealtad incondicional sin medir las consecuencias. El daño a vidas y propiedades del centro de estudios habría sido incalculable, como lo fue en décadas anteriores, sin descartar la imposición del Régimen de Excepción y la consiguiente restricción de derechos de todas las personas.

Por eso era tan importante mantener incólume los principios en los que se cimienta el estado de derecho. Porque la separación de funciones que la Constitución salvadoreña establece, busca evitar que todas estas se reúnan en un solo funcionario, y que este se vea tentado, ante la existencia del disenso y la crítica, a superarlas no con obras y argumentos, sino con la fuerza de los militares y policías que tiene bajo su mando.

Esta es la razón por la que se habla de institucionalidad, de pesos y contra pesos, de contraloría ciudadana, porque el control del poder es consustancial a la democracia y la ausencia del mismo es lo que caracteriza a las dictaduras en Venezuela y en Nicaragua.

No, ya no somos tan diferentes ni mejores. “Se ha santificado el recinto legislativo” decía uno de los más cercanos asesores jurídicos del presidente para justificar las acciones de este. Nada más alejado de la realidad. Lo que se había cuidado y mantenido era aquella convicción que tras una guerra civil que cobró decenas de miles de muertos, nadie, ni aun en medio de los crecientes conflictos entre fuerzas políticas y mediando una creciente polarización, se atrevería a hacer uso de los mismos instrumentos que provocaron aquello.

Ahora piense lo que quiera: eso también puede pasar aquí.