Hoy se escucharán muchas voces pronunciándose en contra de la violencia hacia las mujeres y las niñas. En ejercicio del derecho a la libertad de expresión y alimentadas por el cansancio y una justa indignación, las mujeres que escriben, que luchan, que trabajan y exigen, tienen un mensaje contra la violencia que sufren en El Salvador y en el mundo.

¿Qué puede agregar un hombre a este discurso público? Muy poco ciertamente, habría que ser mujer, una niña o una mujer trans, para comprender cómo se percibe la vida en medio de la inseguridad, el miedo y la rabia que producen el acoso en las calles y en el centro de trabajo o estudios, o por sufrir la discriminación de compañeros y colegas que vuelven invisible los aportes de unas y otras, mientras imponen su propio mensaje, el de nosotros, los hombres, como el único valedero y estimable.

Vistas así las cosas, quiero referirme a un caso extremo, al de una mujer, una sola mujer que marcó mi vida y mi trabajo durante los últimos 22 años, luego de que compartimos un día de su vida y la de su familia…se llamaba Celia y era una paciente ingresada en el servicio de emergencias del Hospital Médico Quirúrgico del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, era un sábado de agosto de 1997 y yo me aburría en un turno que nadie quería, y que me tocaba desempeñar como colaborador jurídico del Ministerio Público.

La llamada telefónica desde el departamento jurídico del hospital, me alertó sobre “una paciente que había huido” y que caminaba en plena vía pública en bata y con los brazos sangrando, tras haberse arrancado los tubos que se le habían puesto para la administración de medicamentos por vía intravenosa. Celia había sido ingresada la noche anterior, con golpes en la cara y en el cuerpo, producto de una golpiza de su pareja, quien se había quedado con sus tres hijos, uno de ellos de pocos meses.

Celia escapó del hospital, porque insistía: “tengo que rescatar a mis hijos”, y a eso nos sumamos junto con un motorista que a su manera –le dijo que eran paisanos- logró convencerla de que la ayudaríamos, pero primero debíamos acudir a un juzgado de turno para presentar una denuncia formal, a lo que procedimos encontrando una larga fila de ciudadanos y autoridades esperando a ser atendidas.

Mi inexperiencia era tan grande, que me sumé al final de esta, hasta que un policía nos animó a tomar el primer puesto frente a la secretaría del juzgado, dadas las penosas condiciones de Celia, y al hecho de que yo era un representante de la procuradora de derechos humanos de entonces. Luego de que se tomara el testimonio de la víctima y de conseguir una copia de esta, nos conducimos hasta la delegación policial de Olocuilta, en el Departamento de La Paz, donde con la copia de la denuncia requerimos acompañamiento policial para ir por los hijos de Celia.

La respuesta fue favorable, pero había que esperar a que regresara el único vehículo policial disponible, ya que los agentes uniformados no podían usar un vehículo de la procuraduría…esto nos retuvo más de dos horas en la sede policial, Celia lloraba o se sostenía el rostro hinchado, uno de sus ojos estaba prácticamente cerrado y necesitaba asistencia médica, pero su prioridad eran sus tres hijos.

Cuando finalmente apareció el pick up de la policía, los jóvenes agentes reaccionaron con rapidez, al escuchar como todos salían con escopetas y cargaban sus pistolas sentí miedo, pensaba en que lío me había metido, y que la sede capitalina de la PDDH había quedado en total abandono por mi culpa, pero Celia seguía viendo hacia al frente y un poco más confiada de que estaba cerca de sus hijos.

Llegamos a dos casas sencillas ubicadas a la orilla de un camino de tierra, en un cantón cercano al aeropuerto internacional. El esposo de Celia había cruzado el cerco que separaba su casa de la de sus padres, en donde se repartían una gigantesca olla de tamales. Parecía una celebración familiar. Los niños jugaban en la tierra y, el más pequeño, estaba dentro de una inmensa caja de cartón, con el mismo pañal de la noche anterior, sucio y llorando.

No recuerdo porque no se pudo hacer un arresto, pero lo más importante para Celia era el rescate de sus hijos, que se logró en pocos minutos. Pudimos hacerlo mejor, me pregunto cuántas Celias habrá hoy.