Llevo semanas muy conmovido con los casos de miles de niños y adolescentes no acompañados que llegan a la frontera sur de los Estados Unidos. Las historias que he leído son escalofriantes, angustiantes y reflejan un drama recurrente que lleva casi 40 años repitiéndose, desde que las guerras en Centroamérica marcaron el inicio de ese éxodo doloroso que cada cierto tiempo se reinicia con nuevos rostros.

Hay miles de niños salvadoreños, también los hay guatemaltecos, hondureños, nicaragüenses y hasta ecuatorianos. Muchos llevados por traficantes inescrupulosos de personas que hasta los lanzan desde el muro fronterizo a gran altura, los secuestran para extorsionar a sus familiares o los abandonan en pleno desierto.

La situación de la región es dramática. La pobreza, los desastres naturales, regimenes como los de Daniel Ortega y Juan Orlando Hernández, la falta de oportunidades en toda la región, la desesperación por la crisis provocada por la pandemia, todo eso alimenta la migración, pero además, los años de Trump que impidieron la reunificación familiar.

Más allá de las causas políticas y económicas de esta cruda realidad, hay una desesperación extrema para que una familia mande a sus niños en esa aventura terrible y eso solo hace pensar que su situación aquí es tan grave como para arriesgarlo todo. Y las causas para arriesgarlo todo es lo que se debe descubrir y combatir con seriedad, sin dobles discursos. Esos rostros desesperados merecen una respuesta seria.