La crisis generada por el coronavirus (COVID-19) conlleva impactos generalizados en todo el mundo. No obstante, aunque parezca una perogrullada, no podemos ignorar el hecho que, si bien se trata de una crisis global, no afectará a todos los países, sectores y personas en el mismo sentido y magnitud y, probablemente repercutirá en una acentuación de las desigualdades.

En Centroamérica pudiera ser más severo, dado que en esta región coexisten, histórica y estructuralmente, diversas pandemias que pudieran exacerbar los potenciales impactos del COVID-19 y que, también, pudieran condicionar la capacidad de nuestras sociedades para enfrentar dicha crisis. Por mencionar tres de las principales tenemos: los altos grados de informalidad en el empleo, que derivan de mercados excluyentes; la desigualdad de género, que impregna el modo de organización económico y social y que deriva de un sistema de dominación patriarcal, y; la mercantilización del bienestar, que condiciona el acceso a los medios de vida a la capacidad adquisitiva de las personas y que, a su vez, deriva de la ausencia o inefectividad de los Estados para garantizar derechos.

De esta manera, la pandemia del COVID-19 nos confronta con los rostros más aberrantes del neoliberalismo y del patriarcado y, por tanto, me atrevería a afirmar que sus efectos económicos y sociales pasarán factura de forma más severa a los más pobres y especialmente a las mujeres. En general, porque en Centroamérica las mujeres se encuentran sobrerrepresentadas en los segmentos de más bajos ingresos y predominan en el sector informal, desprovisto de protección social y con ingresos precarios y fluctuantes. Además, porque debido a la división sexual del trabajo se insertan en áreas de mayor exposición al virus (vinculadas con los cuidados y los trabajos domésticos, remunerados y no remunerados). Y finalmente, porque gracias al sistema de dominación patriarcal, las medidas de confinamiento se pueden traducir en una mayor exposición a situaciones de violencia de género en los hogares, que incluso, pueden culminar en embarazos no deseados, abortos, daños psicológicos severos, feminicidios.

Siendo así, el COVID-19 impone una especie de encrucijada entre morir dentro de casa o fuera de ella para una inmensa mayoría. Por un lado, según autoridades sanitarias, las restricciones de circulación, confinamiento o distanciamiento social son las vías no farmacéuticas más eficaces para reducir los contagios del COVID-19 y para evitar el colapso de los sistemas sanitarios. No obstante, estas disposiciones que paradójicamente se orientan a salvar vidas, al mismo tiempo exponen a las personas a otras formas de muerte. Sobre todo cuando el “quedarse en casa” implica renunciar a los medios necesarios para la sobrevivencia (alimentos, medicamentos, pago de servicios de saneamiento y vivienda, etc.), y, además, cuando supone el sometimiento a diversas situaciones de vulnerabilidad por razón de género, como ya se ha referido.

Por tanto, si de salvar vidas se trata, es necesario que los Estados de la región atiendan las diversas causas que nos ubican en dicha encrucijada y que trascienden de los efectos inmediatos del COVID-19. Para ello, es necesario el reconocimiento de los impactos diferenciados por razón de género que se exacerbarán con la crisis derivada de esta pandemia. Y, consecuentemente, es urgente la adopción de medidas de corto, mediano y largo plazo que permitan aminorarlos.

Entre otras acciones, es vital garantizar la autonomía económica a las personas por medio de la asignación de prestaciones monetarias directas, a modo de renta básica de ciudadanía. También es urgente fortalecer y ampliar los servicios dedicados a las víctimas de violencia de género. Adicionalmente es requerido el impulso de leyes y políticas públicas que reconozcan el aporte del trabajo de cuidados y que propicien su redistribución entre el Estado, el mercado, la comunidad y las familias y, en este marco, entre los hombres y las mujeres. Además, es crucial la facilitación de recursos para atender las necesidades de cuidados durante esta crisis, a fin de diluir la carga que recae sobre las mujeres. En este contexto, también es prioritario el fortalecimiento del servicio público de atención sanitaria y su articulación con un sistema público de cuidados.

Estas y otras acciones son indispensables para superar la crisis actual sin dejar a nadie atrás. Para ello, los Estados centroamericanos deben poner la vida de las personas al centro de las leyes políticas y finanzas públicas, partiendo del reconocimiento de las distintas las desigualdades que actualmente nos hacen vulnerables.