En 1999, mientras estudiaba tercer año de derecho en la UCA, tuve que hacer una investigación grupal que requirió consultar los expedientes físicos que el Centro de Documentación Judicial de la Corte Suprema de Justicia llevaba por cada tribunal de sentencia del país. Una realidad muy triste se abrió frente a mí al revisar esos expedientes; la mayoría de sentencias que había en cada una de esas carpetas no eran por el delito que yo estaba investigando, sino por hechos de violencia, en su mayoría en contra de niñas o mujeres, tipificados como lesiones, agresiones o violación. Esa visita al Centro de Documentación Judicial ocurrió hace dos décadas, pero esos casos y la realidad que reflejan me siguen atormentando, porque son solo una muestra del dolor que viven muchas niñas, adolescentes y mujeres en El Salvador.

Estadísticas recientes del Sistema Nacional de Datos, Estadísticas e Información de Violencia contra la Mujer muestran un incremento de violencia sexual y física en los últimos años. Frente a 20,829 casos reportados en 2015, en 2018 hubo 21,299; es decir, un incremento de casi 500 casos en tres años y un promedio de 58.4 hechos violentos por día para 2018. ONU Mujeres informó recientemente que a nivel global, se calcula que el 35 % de las mujeres del planeta ha sufrido alguna forma de violencia; es decir, una de cada tres mujeres en el mundo. Estas cifras globales y nacionales son gravísimas y deberían bastar para movilizar con urgencia a toda la sociedad para ponerle freno a la violencia contra la mujer en nuestro país y en el Mundo.

Tristemente, por impactantes que parezcan estos datos oficiales, las cifras reales son todavía más alarmantes, ya que la mayoría de los casos de violencia en contra de la mujer no se denuncian.

Según un estudio de la ONU denominado “Las Mujeres del Mundo 2015”, menos del 40 % de la mujeres víctimas de alguna forma de violencia buscan ayuda y dentro de este grupo, solo 10 % presentan una denuncia ante las autoridades policiales, fiscales o judiciales. Estudios especializados explican desde muchas perspectivas la falta de denuncia de los hechos de violencia contra la mujer.

El listado de causales tiende a ser amplio; y, sin ambición de ser exhaustiva, los he resumido en los siguientes: códigos sociales que inciden en la tolerancia o en el manejo “privado” de estas agresiones; vínculo afectivo o económico con el agresor, miedo, vergüenza, estigmas de todo tipo, falta de conocimiento sobre mecanismos de ayuda o denuncia, revictimización por el mal manejo de estos casos e impunidad. Ser mujer en este país implica, para muchas, vivir en una situación de permanente vulnerabilidad a muchos tipos de violencia y a veces en los espacios menos esperados.

La violencia contra la mujer ocurre en el transporte público, en el trabajo, en los centros educativos, en la calle, en prácticamente todos los espacios de convivencia.

A nivel cuantitativo, la abrumante mayoría de hechos de violencia en contra de la mujer ocurre en el seno de una estructura familiar y termina por afectar a todos sus miembros. A título de ejemplo, un estudio realizado en algunos hospitales de México en 2003, encontró que la mayoría de niños hospitalizados por distintas enfermedades provenía de un hogar en el que existía alguna forma de violencia doméstica (Sauceda García, J.M. y otros, 2003). Este hallazgo puede parecer obvio y quizá no debería sorprendernos, pero sí debería preocuparnos. Hay que actuar y hay que actuar ya.

La violencia en contra de las mujeres no es un tema que deba preocupar únicamente a las instituciones que velan por sus derechos. Tampoco es un tema solo para las autoridades en materia de seguridad y justicia. La violencia contra la mujer es un problema de derechos humanos y un problema de salud pública que debería convocarnos a todos y debería de convocarnos ya. Basta de indiferencia ante una problemática que causa tanto dolor en nuestra sociedad. El país tiene desde hace varios años la tasa más alta de feminicidios en el mundo (CEPAL, 2018). Hace tiempo que es hora de actuar.