La aparición del coronavirus o COVID-19 sorprendió a todo el mundo. Surgido en China, se extendió a una velocidad sorprendente por alrededor de 117 países en pocas semanas. Cada día aumenta el número de países y personas infectadas por el contagio. Impresiona la forma en que dislocó múltiples paradigmas, valores entendidos, supuestos económicos, comerciales y sociales en los que hemos construido nuestra convivencia en sociedad.

Hoy por hoy, prevalece la incertidumbre sobre su duración y su alcance. Hay un terreno fértil para que el temor se apodere de nuestra respiración. Desde hace unas semanas la amenaza se veía lejana; observábamos los mapas con relativa incredulidad. Escuchábamos, mirábamos y leíamos en pequeñas notas periodísticas las reacciones del gobierno chino ante una situación que les exigía esfuerzos para lo que enfrentaban. Sin embargo, en este mundo globalizado difícilmente se podría garantizar que las fronteras fuesen un elemento viable para aislar el punto de origen de este virus.

Así, el coronavirus fue el polizón en los aviones y los barcos que, con cada ruta que se cubría, modificaban la realidad del orden mundial. Quizá cuando Italia se constituyó como el país europeo donde este virus acechó con más fuerza, muchos observamos con más atención el fenómeno de dispersión que ya implicaba un peligro real para todos. Las fronteras se desvanecían frente a la pandemia y esta comenzó a dominar nuestros sentidos.

Cada quien es libre de entender el peligro generado por el coronavirus en nuestra sociedad. Este tipo de situaciones desata una lucha entre los incrédulos y quienes no tienen la menor duda de este mal; la realidad es un teatro de operaciones en el que se enfrenta el pensamiento mágico y la determinación de la ciencia. La tensión que genera una sociedad que abre la puerta al miedo a lo desconocido y sin explicación en lo cotidiano.

Por ello, todos debemos estar bien y puntualmente informados de lo que significa este flagelo. De nuestra capacidad de organización, coordinación y reacción dependerá mucho el éxito para reducir el ritmo de contagio: tomar precauciones, informarse, guardarse en casa, distanciarse lo más posible, atender recomendaciones. Y no basta con ello. Del entendimiento gobierno-sociedad depende mucho el éxito para reducir sus efectos nocivos tanto en lo social como en lo económico. Nuestras autoridades, cuyas facultades y obligaciones estan claras en muchas normas y leyes, han entendido el cumplimiento del vital papel que les corresponde para garantizar seguridad, ayuda y atención.

Hoy es cuando es urgente y necesario los mínimos consensos entre quienes tienen la tarea de conducir las políticas públicas y los poderes que nos dan sentido como país. Ninguna de las partes podrá lograrlo sola, ahí radica la corresponsabilidad de población y autoridad para establecer reglas, respetarlas, adoptarlas, y hacer de ellas principios de conducta que enseñen y multipliquen.

Cualquier crisis es una oportunidad de salir fortalecidos, mejor preparados y hacia un destino mejor. No en todas se aprovecha el tiempo para tener resultados que marquen una diferencia social que ayude a superar problemas y errores.

Cada persona debe tener la libertad de creer y de pensar lo que considere mejor para sí mismo, respetando los derechos en el resto de su comunidad, con normas de comportamiento en el que nadie es más que otro y todos estemos de acuerdo en ayudar. Los salvadoreños ante las emergencias hemos sido siempre solidarios, dispuestos y compasivos ante la adversidad, ya que nos ha tocado vivirla de frente en múltiples ocasiones.

Obliguemos a Fobos, el dios griego del miedo y el horror, a que se lave las manos y siga consejos.