La gente se rebela por dignidad, es decir, por amor propio. Al reconocimiento a su existencia, en capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo, la esclavitud y la libertad, la seguridad y la inseguridad. Quizá esa percepción fue lo que hizo que Caín se enemistara con su hermano, porque recibía la gracia del Creador, que él también pensaba, merecía; a pesar que le escamoteaba, como Cristóbal Colón a su Reina, lo mejor de su labor.

Cuando la tribu fue creciendo, surgió la necesidad de un orden común para entenderse entre sí, respetando a cada uno sus derechos, los acordados y los inherentes; y por supuesto, la de una autoridad que garantizare las reglas pactadas. Ese es el Pacto Social, vigente antes y después de Juan Jacobo Rousseau: la regulación del comportamiento entre los ciudadanos y, entre éstos con el Estado, la autoridad que garantiza ese contrato de convivencia que, en Occidente, se llama Constitución, Estado de Derecho, donde todos están sujetos al imperio de la ley, nadie por encima de ella, ni el gobernante ni el gobernado.

Cuando ese contrato se rompe, surge la necesidad de restaurar el orden. Si es el ciudadano, la autoridad tiene el deber de garantizarlo; si fuere el gobierno, los ciudadanos tienen el derecho, el deber, a rebelarse contra la legitimidad fracturada.

Eso fue lo que hizo el judío Matatías contra el imperio griego, con quien se convivía en paz y en sanas alianzas, hasta que uno de los descendientes de los generales de Alejandro Magno, el rey Antíoco IV Epífanes, por allá en los años 160 a.e.C. rompió la convivencia. Incapaz de apoderarse de Egipto como pretendió, decidió invadir Jerusalén, donde profanó el Templo, tomó sus tesoros, prohibió su culto, impuso sus dioses y oprimió al pueblo.

De alguna manera ya estaban sentadas las bases para una intervención de esa naturaleza, a pesar del respeto a las leyes, costumbres y culto del pueblo judío decretado por Alejandro cuando tomó Jerusalén, en su marcha hacia el imperio persa, cerca del 330 a.e.C., y le respetó su carácter de reino independiente.

Alejandro, alumno de Aristóteles, no era un Atila, ni un Mussolini, Fidel, Ortega, Chávez o Maduro. Al llegar a Jerusalén, cuenta la leyenda, se postró ante el Sumo Sacerdote y le rindió pleitesía; les dejó intacto su Templo y sus costumbres, pero se instaló con su lengua, gimnasios, artes, dioses y diosas, en especial con Eros, Hera y Afrodita. Con el tiempo, el apego al dinero e influencia política fruto de su asimilación al helenismo, gran parte del pueblo judío terminó por generar una clase sacerdotal apegada a la riqueza y al poder, en tanto que la comodidad, indiferencia y permisividad fue desdibujando la particularidad del judaísmo. Cuando Antíoco asaltó Jerusalén, muchos se habían olvidado del Dios único y de la circuncisión, construían sus propios gimnasios y se mimetizaban con el opresor; tal como hicieron los llamados bolichicos en Venezuela, o quienes aún comparten y disfrutan del poder en muchas formas.

Hasta que llegaron los Macabeos que se rebelaron y se fueron al monte, donde muchos que no habían perdido su dignidad ni la de sus padres, los siguieron. El primero Matatías, sacerdote de un pueblo escondido, quien se negó ante la autoridad armada, ofrendar a sus dioses; y allí mismo ajustició a un judío, que para congraciarse con la soldadesca, intentó encender la hoguera.

Lo demás es historia, fueron años de guerra, persecución, huidas, luchas, delaciones, emboscadas; se negaron a negociar con el enemigo, pero lo hicieron con Roma, porque los helenos, ya decadentes, le temían; hasta decidieron batallar los sábados, quizá porque más tarde, el sábado sería para el hombre y no el hombre para el sábado.

Antíoco, desde Siria, envió sus mejores generales, guerreros, mercenarios árabes y máquinas de guerra. Al final, los Macabeos lo derrotaron. Cuando Matatías cayó, tomaron el mando sus cuatro hijos, quienes lograron la independencia de Judea y con ella sus valores. Una dignidad y gesta para recordar e imitar, y una fiesta para celebrar, la Jánuca con su candelabro de nueve brazos.