Según la Encuesta Nacional de Violencia contra la Mujer de 2017, en El Salvador siete de cada 10 mujeres fueron víctimas de violencia y cuatro de cada 10 sufrieron violencia de índole sexual. Para el mismo año, según datos del Instituto de Medicina Legal, unas 1,442 niñas y adolescentes entre los 10 y 19 años de edad fueron víctimas de violencia sexual y 62.6 % de los casos ocurrió en sus propias viviendas.

A pesar de las dimensiones de este flagelo, según cifras del Grupo de Diarios América (GDA), en el período 2013-2018 tan solo 452 personas fueron condenadas por violación, es decir, apenas 9 % de los 4,976 casos de abusos de niñas y adolescentes que se reportaron en ese quinquenio.

En cuanto a feminicidios, datos del GDA también evidencian que de 2013 a 2018 el país reportó las cifras más altas de la región en cuanto a asesinatos de niñas y adolescentes (157 casos). No es de extrañar que para 2017, nuestro país también registrara la tasa más alta de feminicidios: 10.2 por cada 100 mil mujeres, es decir, 345 feminicidios según el Observatorio de Igualdad de Género.

Este panorama me lleva a plantear al menos tres preguntas. La primera, ¿la violencia de género afecta únicamente a las mujeres? Definitivamente no, pues también la violencia que sufren los hombres deriva de esta raíz, aunque adquiere un sentido y magnitud distintos (que en esta ocasión no profundizaré). En consecuencia, a la reseña anterior se deben añadir las cifras y tipos de violencia que afectan con mayor severidad a los hombres y, especialmente, las causas y consecuencias que explican el carácter distintivo de la violencia según género.

La segunda, y centrándonos únicamente en la violencia contra las mujeres, ¿cuáles son y en cuánto se cuantifican los impactos de la violencia de género que nos afecta? A este respecto podemos citar estudios que analizaron las repercusiones de la violencia en sus distintas manifestaciones. Para mencionar algunos, en el documento Benefits and Costs of the Conflict and Violence Targets for the Post-2015 Development Agenda, publicado en 2014, se estimó que los homicidios de mujeres cuestan el 0.31% del Producto Interno Bruto (PIB) en América Latina y el 0.12 % del PIB mundial. Otras mediciones del Banco Interamericano del Desarrollo (BID), publicadas en 2017 sobre la base de cifras del 2014, indican que los costos sociales (medido por los ingresos a futuro no generados por las víctimas) de los homicidios femeninos (no necesariamente por razón de género) ascienden al 0.011 % del PIB de la región. De acuerdo a ello, el costo que registra la región triplica los sufridos por Francia, Canadá o Alemania (que se ubican alrededor del 0.004 % del PIB) y representa aproximadamente un 60 % más que los costos que registran Estados Unidos o el Reino Unido.

Si añadiéramos los costos que conllevan las repercusiones indirectas (por ejemplo embarazos no deseados, abortos, enfermedades de transmisión sexual, depresión, suicidios, mermas en la productividad laboral), podríamos dimensionar el carácter multidimensional de los costos que impone la violencia contra las mujeres (particularmente por razón de género) para la sociedad.

Por ende, la tercera cuestión que resulta pertinente plantear es si, ¿la violencia de género es un asunto fiscal? Debe recordarse que se trata de un asunto multidimensional y, por ello también fiscal, debido entre otros aspectos a las repercusiones directas e indirectas que conlleva para la sociedad en su conjunto y, consecuentemente, para las finanzas públicas. Por tanto, desde esta perspectiva amplia, la erradicación de la violencia no se trata únicamente de un asunto de justicia, sino que también de reparto y uso eficiente de los recursos públicos.

En consecuencia, en El Salvador no podemos darnos el lujo de desatender un problema de semejantes dimensiones o de enfocarnos solamente en sus consecuencias. Debemos orientar los esfuerzos a erradicar sus causas, lo que demanda políticas de Estado que fomenten la igualdad de género en toda la estructura sociocultural, fiscal, política y económica. De lo contrario, seguiremos destinando recursos públicos para un problema que en lugar de resolverse probablemente se volverá más complejo. A casi un mes de que finalice el período de transición entre el gobierno entrante y saliente, éste y otros temas deben ser los puntos de agenda, no las “discusiones de patio” que observamos en torno al lugar en el que se realizará el evento de toma de posesión.