Nadie desconoce la situación de pobreza en la que viven miles de familias en El Salvador, donde 2.2 millones de personas no tienen las condiciones básicas para desarrollarse ni tampoco cuentan con los servicios mínimos, según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples (EHPM), la cual es realizada por la Dirección General de Estadística y Censos (Digestyc) correspondiente al año 2018. Esto implica que las políticas públicas, implementadas históricamente para que las personas tengan mejores oportunidades y una educación de calidad, no han sido suficientes o mejor dicho no ha existido la voluntad política para invertir en el desarrollo territorial; es decir, que la mayor concentración de riqueza continúa estando en el Departamento de San Salvador y ciertos municipios del país, pero nada se ha hecho hasta hoy para llevar escuelas técnicas o universidades a los 14 departamentos, para que los jóvenes más necesitados tengan acceso a educación; tampoco se visualiza algún plan de inversión extranjera o local, que conduzca a la implementación de la pequeña o microempresa en estos territorios.

Contrario a lo expuesto, millones de dólares han sido drenados producto de la corrupción, dinero que pudo haber sido invertido en los 50 municipios más pobres del país, de manera que la juventud salvadoreña continúa cuesta arriba, ya que las oportunidades de estudios superiores se han vuelto una utopía, y los servicios básicos un sueño; de modo que, al no haber oportunidades de empleo y falta de acceso a la educación, esta situación será un factor proclive para la delincuencia juvenil; por ello, la inversión en la niñez y la juventud es clave para el desarrollo, y los padres de familia, así como los profesores, deben trabajar en los corazones y mentes de cada niño y joven que está creciendo, para que aprendan a buscar las oportunidades; a no quedarse estáticos; a que desarrollen al máximo su talento; y a enseñarles que la pobreza es una condición y no una limitante para alcanzar los sueños.

En una ocasión, un agricultor pobre de Inglaterra estaba trabajando la tierra para poder mantener a su familia y, de repente, escuchó a alguien pidiendo ayuda desde un pantano cercano e inmediatamente dejó sus herramientas y corrió hacia aquel lugar.

Estaba un joven enterrado hasta la cintura, aterrorizado, luchando para salir del lodo. El agricultor, de apellido Fleming, haciendo un esfuerzo extraordinario, logro salvar la vida de aquel muchacho. Al día siguiente, un carruaje muy elegante, llegó hasta la propiedad del agricultor. Un aristócrata inglés se bajó del vehículo y se presentó como el padre del joven que Fleming había salvado: “Quiero recompensarlo,” dijo el noble británico. “Usted salvó la vida de mi hijo”. “No puedo aceptar una recompensa respondió Fleming” rechazando la oferta.

En ese momento, el hijo del agricultor salió a la puerta de la casa. ¿Es ese su hijo? preguntó el noble. “Sí,” respondió el agricultor. “Le voy a proponer un trato, dijo el noble, permítame llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso”. El agricultor aceptó. Con el paso del tiempo, el hijo del agricultor se graduó en la Escuela de Medicina de St. Mary’s Hospital, en Londres, y se convirtió en un personaje conocido en todo el mundo, por el descubrimiento de la Penicilina. El nombre era Sir Alexander Fleming.

Algunos años después, el hijo del noble inglés, cayó enfermo de pulmonía. ¿Qué lo salvó? La Penicilina. ¿El nombre del noble inglés?... Randolph Churchill. ¿El nombre de su hijo?... Sir Winston Churchill. Esta historia ilustra la genialidad de la mente humana, y deja evidencia para la posteridad que la pobreza es una condición, pero jamás es una limitación a la creatividad; la verdadera pobreza no está en lugar geográfico donde nace una persona, sino en la mente; de manera que debemos de trabajar con las nuevas generaciones ofreciéndoles una oportunidad.