En 1807, el intendente de San Salvador, Antonio Gutiérrez y Ulloa, escribió el último de los informes coloniales que describían el estado general de la provincia e intendencia de San Salvador como parte del Reino de Guatemala. En ese documento, ese máximo funcionario del territorio apuntó que existían en su jurisdicción un total de 165,278 habitantes, de los que 4,729 eran españoles y criollos, 89,374 mestizos (ladinos y mulatos, zambos) y 71,175 indígenas.

 

La situación general de la provincia era de mucho atraso material y acuciante pobreza, salvo en la propia capital, San Salvador, donde se erigían los principales edificios y oficinas, a la vez que se desarrollaba la mayor parte de actividad política y administrativa, negocios comerciales y eclesiásticos y demás actividades de la vida social y cultural. En el orden administrativo, el Reino de Guatemala era una dependencia de España y del Virreinato de la Nueva España (aunque jamás hubo vinculación efectiva), mientras que San Salvador le debía obediencia y sujeción a las autoridades guatemaltecas, muchas de ellas vinculadas con las grandes casas de comercio y con el arzobispado regional.

 

Las grandes familias de San Salvador, San Vicente, Santa Ana, Metapán, Sonsonate y San Miguel se encontraban vinculadas mediante diversos lazos con algunas de esas casas y familias de la urbe guatemalteca, en complejas redes familiares y comerciales que facilitaban la compraventa de puestos administrativos en los gobiernos civiles y eclesiásticos, así como las posibilidades de acceso a la educación superior universitaria y a otros privilegios dentro del Antiguo Régimen.

 

Durante los siglos coloniales en el Reino de Guatemala, la administración del territorio, el cobro de tributaciones y la administración general en ayuntamientos de villas y pueblos era un constante dolor de cabeza para las autoridades centrales y de cada provincia e intendencia. Contrabando de sal, pólvora, aguardiente, tabaco, hilos y telas, ganados, quesos, cereales, añil y demás materias primas o artesanales obligaba a las autoridades a tratar de mantener férreos controles de las garitas de las poblaciones, de los caminos y de los puertos, con tal de evitar el impago de las alcabalas, los derechos de anclaje, bodegaje y demás actividades que la administración de la hacienda y las rentas públicas efectuaba para garantizar el correcto funcionamiento de una administración sumida en constantes crisis económicas, agravadas por la presencia naval inglesa en la zona, por la invasión francesa en España y por los diversos movimientos insurreccionales que ya se desarrollaban en México y diversos puntos de Suramérica.

 

Todo ese panorama sociopolítico se prestaba para un amplio ejercicio de la corrupción y de la malversación de los recursos públicos, que se unía a una profunda ineptitud y escasez de personal idóneo para regir la administración de los bienes del imperio español. Por si las cosas no fueran ya mal, la carencia de moneda circulante y el robo progresivo de gramos de plata de los reales, doblones y pesos que se acuñaban o llegaban desde el exterior era una forma más de defraudar a la Real Hacienda y de contribuir a la creación de grupos organizados y clanes familiares dedicados a diferentes formas de delitos contra el patrimonio, entre los que sobresalieron el abuso de funciones, desvíos de fondos, malversaciones, enriquecimientos ilícitos, nepotismos, tráfico de influencias, pago de comisiones, etc.

 

Dentro de esas redes familiares, es curioso encontrar que había quienes aprovechaban sus recursos de antaño y su presencia social para garantizarse nuevas y mayores posibilidades económicas. Para el caso, enviar a un hijo, sobrino o nieto a estudiar derecho canónico a la Real y Pontificia Universidad de San Carlos, en la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala y en su sucesora Nueva Guatemala de la Asunción, resultaba una inversión de futuro, pues una vez que aquel descendiente obtuviera su grado sacerdotal podía aspirar a hacerse de alguna capellanía o parroquia, en especial de alguna que le produjera diezmos y réditos suficientes para varios años, al cabo de los cuales podía buscar una de mayores capacidades económicas. Lo curioso del caso es que ese tipo de disposiciones tenían carácter legal no solo desde el ámbito eclesiástico, sino también desde la legislación civil hispana en América, lo cual generó inquietudes entre una población cada vez más proclive a alzarse en contra de las disposiciones de la corona ibérica.



Durante la mayor parte de esos siglos coloniales, el pago de los funcionarios de la corona en el Reino de Guatemala sufrió atrasos constantes. Además, los alcaldes, jueces de paz y otros de aspectos locales eran, en su mayoría, puestos honorarios, sin remuneración alguna. Por ello se prestaban a una abierta corrupción menor o de pequeño monto, con la que aquella masa de funcionarios se prestaba a permitir la existencia de rastros semiclandestinos, chicheras o fábricas de aguardiente ilegal en los montes y valles, apertura de prostíbulos en las cercanías o interiores de sus poblaciones, contrabandos de todo tipo y demás ilícitos, sin que hubiera una fuerza militar o policial que impidiera que dichas acciones se llevaran a cabo.

 

Controlar territorios muy alejados de Guatemala o de las capitales provinciales como San Salvador tan solo con el uso de milicias compuestas por mulatos y ladinos resultaba una tarea casi imposible, a lo que se sumaba el malestar generado por la obligación de pagar tributos e impuestos a la Real Hacienda solo mediante el pago en moneda y no en especie, lo cual provocaba que muchos indígenas y mulatos se fugaran de forma constante de las poblaciones donde residían hacia otras donde no fueran conocidos y no se les pudiera capturar por esas acciones de impago.

 

Pero no solo en las esferas más bajas del gobierno del Reino de Guatemala se producían aquellas acciones de corrupción. También operaban en los estratos o niveles más altos de la misma. Los puestos de administración como los de alcalde mayor, intendente y capitán general eran nombrados por la corona desde la metrópolis, pero en su mayor parte eran puestos obtenidos gracias al pago de fuertes cantidades de dinero en efectivo, metales o piedras preciosas, como lo demuestra el caso del acaudalado Bartolomé de la Torre y Trassierra, quien compró el puesto de alcalde mayor de la ciudad de San Salvador por 4,600 pesos y en el que permaneció entre febrero de 1757 y 1759, cuando fue destituido.

 

En todo caso, aquella solo era una inversión frente a los enormes recursos que quien había pagado esperaba obtener a cambio, gracias al usufructo del poder político y de los impuestos pagados por comerciantes, mineros y los demás grandes hacendados y productores agropecuarios, empeñados en mantener privilegios y abolengos casi en la misma forma en que buscaban evadir el pago de aquellas tasas y tributaciones que hacían funcionar a una administración colonial cada vez más tambaleante y sumida en una crisis política generalizada y de una económica focalizada en el fin del monopolio del cultivo y exportación del añil.

 

Para el último cuarto del siglo XVIII, la reforma al sistema de recolección de impuestos en el Reino de Guatemala era un asunto de extrema urgencia. Hasta ese momento, el derecho real para cobrar impuestos y tributos era subastado entre particulares, por lo que los comerciantes guatemaltecos se dedicaron a colocar a personas de su entera confianza en ese puesto privilegiado. Para combatir esa práctica e incrementar la recaudación de tributos, tasas y demás impuestos, en 1776 fueron organizadas las receptorías y los estancos de licores, tabaco y pólvora, oficinas que eran encabezadas por funcionarios más leales a la corona, quienes contaban con el auxilio de contadores, auditores y escribanos.



Desde fines del siglo XVIII hasta la segunda década del siglo XIX, el desarrollo del proceso emancipador de los Estados Unidos, la Revolución Francesa, la invasión napoleónica a España y la vigencia de la Constitución de Cádiz de 1812 (“La Pepa”) sentaron los elementos fundamentales para un debate de concepciones políticas en el Reino de Guatemala, mediante el cual los sectores criollos buscaron cimentar su propio proceso insurreccional e independentista, que tuvo algunos de sus principales estallidos en el territorio de la Intendencia de San Salvador entre junio de 1810 y enero de 1814, en localidades como San Alejo, Usulután, San Salvador, Metapán y Sensuntepeque y en cuyas manifestaciones políticas y públicas tomaron parte mujeres y mulatos como parte de los grupos subalternos de aquella sociedad vinculada con el mundo hispánico.

 

Con la firma del acta independentista en la Nueva Guatemala de la Asunción, en la mañana del sábado 15 de septiembre de 1821, la anexión al Imperio del Septentrión del brigadier mexicano Agustín de Iturbide y Aramburu, el sitio e invasión militar de San Salvador por las tropas de la Columna Imperial del brigadier napolitano Vicenzo Filísola y la declaración de la independencia absoluta mediante la suscripción de dos actas más entre julio y octubre de 1823, el otrora Reino de Guatemala entró en una fase de implantación y desarrollo de la república federal denominada Provincias Unidas del Centro de América.

 

Mientras, no cesaba el debate político ante el futuro de los estados componentes de la misma y se sentaban las bases no solo para el gobierno constitucional, republicano y federal, sino también para el futuro estallido de la guerra civil en el territorio regional, una permanente tensión de las provincias y estados nacionales contra los intentos hegemónicos de Guatemala y un enfrentamiento político y militar entre caudillos y facciones que perduraría a lo largo del siglo XIX.

 

Desde 1804, la caída internacional en los precios del añil por la producción inglesa en la India provocó depresión económica y pobreza en el territorio de la Intendencia de San Salvador y mermó los ingresos en la Real Hacienda de Guatemala, cuyos efectos también impactaron en la república federal posterior, que tuvo que afrontar los costos de la guerra civil (1827-1842). Por eso, no resulta extraño que algunos de los primeros pasos de la nueva administración republicana y federativa estuvieran encaminados a prevenir la malversación, el fraude, la usurpación y la malversación de los escasos recursos públicos disponibles, en especial en lo referente a la moneda circulante y a los metales que la respaldaban.

 

Una de esas disposiciones de control se emitió mediante el decreto del 21 de agosto de 1823, por el que la Asamblea Nacional Constituyente de las Provincias Unidas del Centro de América, con sede en la ciudad de Guatemala, prohibía que los empleados de la federación y de los estados ganaran dos sueldos a la vez o recibieran gratificaciones por encargos, con lo que se buscaba prevenir actos de cohecho y soborno en la administración de la hacienda pública.

 

Otra medida que se adoptó fue la de fijarle tiempos de duración a la permanencia en cargos de gobierno relacionados con la administración de los recursos públicos de la Federación y de los Estados. Por ello, los diputados de la Cámara Baja de la Federación emitieron el decreto del 5 de abril de 1827, por medio del cual fijaron que los empleados de Hacienda tendrían puesto asegurado por cuatro años, con la posibilidad de una única reelección por igual período.