La frase anterior se usa coloquialmente cada vez que alguien pretende hacer afirmaciones o suposiciones que niegan lo evidente.

Esto es lo que ocurre con el acceso a información en poder del Organismo de Inteligencia del Estado (OIE), institución creada tras los Acuerdos de Paz en 1992 y cuyos sucesivos directores se han empeñado en mantener en el más absoluto oscurantismo, mientras funciona como una voraz trituradora de dinero sobre el que apenas se sabe su origen y mucho menos su destino.

Cualquier dato, referencia, factura o documento que tenga estampado las siglas del OIE, se convierte instantáneamente en secreto de Estado. Poco importa que desde hace siete años se encuentre en plena vigencia la Ley de Acceso a la Información Pública, la cual reconoce la legitimidad del escrutinio ciudadano que mediante el acceso a información oficial, permite conocer y controlar el desempeño de las autoridades y el uso de los recursos asignados.

El OIE constituye un dominio reservado de pocos. Cada Presidente de la República ha hecho de los gastos de inteligencia un rubro en el que campea la discrecionalidad absoluta y al que solo tienen acceso sus más allegados. A lo anterior se suma la falta de resultados, ya que si los gastos en inteligencia del Estado se orientan a garantizar la seguridad y la investigación de redes criminales de alto nivel, que ponen en peligro la sobrevivencia de las instituciones y de las personas, muy poco se ha avanzado en la materia, ya que el nuestro sigue siendo unos de los países más inseguros del mundo.

La cultura de confidencialidad que caracteriza el funcionamiento y administración del OIE ha servido para otra cosa. Se ha convertido en el último reducto de los peores casos de corrupción durante las pasadas administraciones, y sobre los que hasta hace muy poco ha comenzado a conocerse los detalles, gracias al periodismo de investigación y a las peticiones de información ciudadana, que lenta pero persistentemente, ha revelado algunos datos parciales que a cuenta gotas han podido conocerse y juzgarse.

Para el caso, en la investigación sobre enriquecimiento ilícito de funcionarios de la administración del expresidente Antonio Saca, se conoció la existencia de un reglamento secreto que regulaba el uso de partidas secretas durante aquella gestión, todas amparadas en el pago a informantes del OIE y vinculadas a rubros como la “inteligencia de estado” o a gastos por razones de “seguridad nacional”, los mismos conceptos que luego utilizó el expresidente Mauricio Funes para esconder sus gastos de viaje, composición de comitivas oficiales y destino de misiones oficiales de las cuales, ahora se sabe, hizo uso abusivo durante buena parte de su gestión.

Todo el sistema descansa en el artículo 8 de la Ley del OIE, que desde su aprobación en septiembre del 2001, declara: “…Todos los asuntos, actividades, documentación sobre los cuales conozca y produzca el Organismo de Inteligencia del Estado, serán considerados clasificados, cuyo manejo corresponderá al Presidente de la República…”.

Esta disposición se encuentra vigente, y sigue siendo utilizada por la Presidencia de la República para negar el acceso ciudadano a datos tan simples e irrelevantes para la seguridad colectiva, como lo son el organigrama del OIE o el nombre de los consultores del sector académico, que colaboran con sus opiniones al trabajo de este organismo presidencial. Desde este mismo ente administrativo se le negó información durante la presidencia Sánchez Cerén a la Corte de Cuentas de la República, e incluso a la Fiscalía General de la República en el desarrollo de la investigación sobre delitos.

Al respecto, el Instituto de Acceso a la Información Pública ha señalado desde el 2015 que: “…la reserva de información relacionada con el OIE no debe fundamentarse de forma genérica conforme a lo establecido en el Art. 8 de la LOIE, sino que debe basarse en las excepciones establecidas en la LAIP, según cada caso en particular, y en los principios rectores del acceso a la información…”.

Tal parece que en materia de inteligencia ha sido más gravosa la existencia de la reserva absoluta -que a su vez mantiene un sistema de discrecionalidades ya injustificables por parte de la Presidencia- que la misma transparencia requerida por los ciudadanos que exigimos conocer información administrativa. Esta semana los Comisionados del Instituto de Acceso a Información Pública tendrán la última palabra.