La Constitución de la República, en su artículo 126, establece como requisitos para “ser elegido diputado, ser mayor de veinticinco años, salvadoreño por nacimiento, hijo de padre o madre salvadoreño, de notoria honradez e instrucción y no haber perdido los derechos de ciudadano en los cinco años anteriores a la elección”.

Si bien la nacionalidad, la mayoría de edad y la nacionalidad y condición filial con respecto a sus padres, se prueban con relativa facilidad, con la partida de nacimiento del candidato no es igualmente fácil probar la honradez e instrucción notorias del sujeto político.

¿Cuáles son los medios para probar las cualidades de instrucción y honradez, vale recalcar, notorias?

¿Y qué es “notorio”? Notorio es lo que salta a la vista, lo que no necesita comprobación de su existencia, lo que todos conocen y den fe de calidad y eficiencia profesional.

Como se puede ver las condiciones, que la Constitución señala para identificar la idoneidad de un candidato a diputado son frágiles y subjetivas, no existe un tribunal calificador de la honradez de un sujeto a elección, como no sea la emisión de un finiquito de la Corte de Cuentas que se autoinvalida si la persona jamás ha manejado fondos públicos y tampoco es sujeto de créditos bancarios porque carece de historial crediticio. Su notoria instrucción se podría comprobar mediante documentación académica que la certifique, aunque sólo sería notoria si fuera conocida por una mayoría de la población.

Ahora bien, el que se ha graduado en la “universidad de la vida”, ¿cómo podrá comprobar si los conocimientos y experiencia adquiridos son suficientes para alcanzar la notoriedad exigida?

Con tales salvedades y sin menoscabo de los méritos que les asistan, la oferta de candidatos que presentan los partidos legalmente inscritos, constituyen listas de desconocidos en el medio político, con la excepción de algunas figuras ---no todas---, que ya dieron muestras de dudosa conducta política y su incondicional sumisión a las presidencias de turno en los últimos años.

Lo que los electores resienten es la ausencia de formación política de la mayoría de las sucesivas legislaturas que, con el correr de los años, sólo han asistido a plenarias a levantar la mano para votar a favor o en contra de leyes propuestas por el oficialismo o la oposición. Se nota, de igual manera, el silencio de los grandes oradores del pasado que hacían gala de elocuencia y erudición en sus intervenciones, Ahora la bancada del pueblo, en la galería, sólo escucha diatribas insultantes, carentes de argumentos sólidos que respalden opiniones bien documentadas.

El diputado es el representante directo de la voluntad popular, si bien nace como criatura política en el seno de su partido, es ratificado en las urnas por el sufragio popular lo que lo convierte en su legítimo representante que debe fidelidad, NO a un partido, sino a quienes votaron por él.

En el país la ausencia de ideología política consistente de los partidos, en los órdenes económico y social, vuelve a los diputados vasallos de intereses particulares y no de corrientes de pensamiento que apuntan al bien común, de ahí la facilidad con que muchos se declaran tránsfugas de bandera partidista, porque un partido es igual que otro.

En resumen, después de muchos, demasiados años de soportar legislaturas viciadas por intereses oscuros, por la corrupción y otros vicios políticos, puede pensarse que lo que se necesita no es ya el dominio mayoritario de un solo partido, servil al ejecutivo o a la interesada directiva de su partido, sino un universo proporcional de legisladores con capacidad igualitaria de debate y toma de decisiones, como garantía de la democracia institucional. Los votantes tienen la palabra.