La semana pasada fue una de las pocas noticias alentadoras que se conocieron en el mundo castigado por la pandemia: el gobierno de Cuba autorizó el desembarco en la isla de los pasajeros que viajaban a bordo del crucero británico “MS Braemar”, entre los cuales se encontraban cinco personas confirmadas con Covid-19 y en el que permanecían bajo asilamiento veintidós pasajeros sospechosos de padecer la enfermedad y que sumados a veintiún miembros de la tripulación, hacían un total de cuarenta y tres personas afectadas que requerían atención médica con urgencia.

El MS Braemar se encontraba de gira turística por el Caribe, ya había desembarcado a una pasajera de nacionalidad estadounidense en Colombia, tras haber sido diagnosticada con el virus, y continuó su travesía por varios países de la zona hasta que la situación de salud a bordo se agravó por el rápido contagio entre pasajeros y tripulantes. El 27 de febrero la petición de desembarcar en República Dominicana fue rechazada por autoridades de ese país, repitiéndose esta situación en Bahamas el 14 de marzo, país al que se aproximaba en busca de reabastecimiento y de atención médica para los enfermos, pues el médico a bordo también sufrió contagio.

La apertura de Cuba fue una muestra de solidaridad y altruismo que contrasta con lo ocurrido en 1939, cuando el buque “SS St. Louis” que había partido de Hamburgo, Alemania, el 13 de mayo del mismo año con más de novecientos judíos alemanes a bordo, fue impedido de desembarcar en la isla en su viaje de huida del régimen nazi, que para esa fecha, ya había cerrado la mayoría de sus fronteras y había iniciado una política sistemática de arrestos, confiscaciones y deportaciones, que concluyó años después con el asesinato de seis millones de judíos europeos.

Según testimonios de los sobrevivientes, el itinerario del SS St. Louis incluía una escala en Cuba como parte de su destino final en los EE.UU. Sin embargo, las autoridades cubanas, temiendo una avalancha de judíos buscando refugio, y debido a la corrupción de varios de sus más altos funcionarios, decidió a última hora rechazar a los pasajeros de este buque, a pesar de que la mayoría contaba con visas extendidas por el consulado cubano en territorio alemán, visados que fueron obtenidos luego de pagar precios exorbitantes por cada uno de sus portadores.

Estos viajeros no solo se vieron impedidos de desembarcar en Cuba, también se les negó el permiso de hacerlo en Estados Unidos, cuyas luces contemplaban esperanzados desde la costa cubana, viéndose obligado el capitán del buque, tras sus inútiles gestiones con las autoridades de entonces, a emprender la travesía de regreso a Europa, donde al menos doscientos cincuenta pasajeros que no pudieron huir a Inglaterra, o migrar hacia otros países desde el puerto de Amberes, terminaron siendo asesinados en campos de concentración.

Las lecciones de la historia quedan claras con este ejemplo que tiene en común el mar territorial de Cuba. La solidaridad humana está más allá de las contradicciones ideológicas, de las diferencias políticas y aún de los intereses económicos. Los desafíos de la humanidad siguen siendo los mismos: garantizar la vida y la libertad de todos, pero en particular de los que huyen, de quienes están enfermos y de quienes buscan reconstruir sus vidas. La diferencia entre ambos incidentes no es sólo que el primero fue un caso de corrupción y discriminación racial, de antisemitismo. Es que el ejercicio del poder estatal no puede legitimarse en sí mismo, sino es en la capacidad de sus titulares de usarlo en beneficio de personas humanas, como se hizo con los pasajeros del MS Braemar.

Cuba cargará siempre con un “patrimonio negativo” -como le llamaría Jean Améry- por aquella decisión de rechazar a cientos de judíos que huían de Alemania hace ochenta y un años, pero a la vez, tiene el mérito innegable de haber permitido la semana pasada el desembarco y posterior evacuación rumbo al Reino Unido, de los ciudadanos de Australia, Bélgica, Colombia, Canadá, Irlanda, Italia, Japón, Países Bajos, Nueva Zelanda, Noruega y Suecia, que ya habían sido rechazados en varios países.

No es posible huir del pasado y tampoco evadir las responsabilidades del presente. En tiempos difíciles para la reivindicación de los derechos humanos, estos casos hacen un contraste entre lo más bajo y lo más grande de humanidad que existe en cada uno de nosotros.