Los que vivimos de un trabajo honesto, conseguido y conservado a fuerza de gustosos sacrificios, y no esperamos del Estado nada más (y nada menos) de lo que debe hacer para el bien de la sociedad en su conjunto.

Los que guardamos una prudente actitud escéptica frente a los mesianismos políticos, los ofrecimientos irreales, los discursos demagógicos y la propaganda insustancial.

Los que atribuimos a Dios poderes que ningún ser humano, por pretencioso que sea, podría encarnar en este mundo, y menos a través de narrativas que en la práctica siembran la discordia por doquier, agrietan la confianza social y fragilizan la vocación pedagógica del debate público.

Los que, aun sin creer en Dios, saben que toda invocación a la divinidad entraña serios peligros si quien la realiza, desde una palestra política, termina haciendo lo contrario de quienes sí luchan por mantener una luminosa coherencia entre lo que creen y lo que hacen.

Los que amamos profundamente la verdad y hacemos de su búsqueda una fuente de realización y vitalidad, motivo por el cual también exigimos que aquellos que administran el Estado rindan cuentas periódicas del dinero que ponemos en sus manos a través de nuestros impuestos.

Los que amamos profundamente la dignidad y la libertad humanas, y sufrimos lo indecible al verlas amenazadas, sobre todo cuando esas amenazas provienen de quienes en teoría deberían hacer todo lo posible para preservarlas y garantizarlas. Los que estaríamos dispuestos a ver en la dignidad y la libertad de los demás razones suficientes para poner en riesgo las nuestras.

Los que todavía tenemos náuseas de la guerra y su inconfundible olor a sangre; porque entendemos que las causas de los conflictos entre hermanos se alimentan de autoritarismo, abuso de las instituciones, desprecio al Estado de derecho y persecución de la disidencia. Los que hoy, por consiguiente, quisiéramos un megáfono gigante para que en el país entero resonaran aquellas palabras inolvidables: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla… Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios…”.

Los que conocemos cuántas lágrimas vierte una madre cuyo hijo ha sido asesinado por un grupo de militares, pero también sabemos a qué precio de dolor se paga un secuestro o se entierra a un familiar asesinado por “burgués”. Los que celebramos el hallazgo histórico de la paz, no porque fuera la consolidación de nada, sino porque era la condición indispensable para iniciar cualquier cosa.

Los que deseamos un país estable, libre, próspero y unido. Los que quisiéramos ver crecer a nuestros hijos gozando de una sociedad enfrentada a sus problemas, en lugar de enfrentada consigo misma. Los que en unos años, cuando esos hijos sepan lo que hicimos por su libertad, podamos verlos no solo enorgulleciéndose de nosotros, sino convirtiéndose ellos mismos en defensores de la libertad y dignidad de nuestros nietos.

Los que amamos a El Salvador sin eufemismos, sin componendas, sin cobardías… Los que por haber nacido aquí no concebimos otro sitio para morir. Los que preferiríamos, de hecho, morir, antes que ver a los salvadoreños, nuestros hermanos, bajo una tiranía.

Si todos nosotros, por las razones expuestas y muchas otras, salimos a votar masivamente el próximo domingo 28 de febrero —¡creámoslo!— cambiaríamos la penosa historia que estamos viviendo. Habríamos demostrado dónde reside el poder verdadero. Y habríamos, literalmente, salvado a El Salvador.