Nuestro país ha tenido durante los últimos años una diplomacia incoherente con la propia filosofía que supuestamente le inspira. En el portal institucional del Ministerio de Relaciones Exteriores, todavía puede leerse -bajo la rúbrica del ex canciller Hugo Martínez- la intención de esa cartera de estado de: “lograr que nuestro país comience a ser visto con otros ojos en el mundo, por su generosidad y amor por la paz y el desarrollo, por el respeto y promoción de los Derechos Humanos, por promover unas relaciones exteriores sin ataduras ideológicas o partidarias, por la gestión eficaz y transparente de los fondos de la cooperación internacional…”.

En la práctica, ha habido muy poco de esta filosofía, pero el fin de la actual gestión y el anunciado giro en las relaciones internacionales que el presidente electo ha anunciado, pueden ser indicios favorables para el inicio de una nueva época en la diplomacia salvadoreña, si es que se aprende de las lecciones que le dejan estos diez años al país. Mencionaré algunos ejemplos.

  1. La falta de un compromiso integral con la promoción y la defensa de los derechos humanos. Durante los peores momentos de crisis el año pasado en Nicaragua y Venezuela, nuestro país tuvo un desempeño poco menos que lamentable en los foros internacionales, con una postura ambigua cuando no de abierto respaldo a las dictaduras regionales. El Salvador se puso al mismo nivel que muchas islas caribeñas que nos son más que una pieza de la nueva diplomacia del petróleo del siglo XXI. Cada vez que la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) intentó en sesiones extraordinarias emitir una condena a las acciones del presidente Nicolás Maduro, nuestro Embajador se pronunció en contra o se abstuvo de hacerlo, volviendo más difícil lograr un consenso regional que presionara para que cesaran los actos de barbarie contra ciudadanos de aquel país que ejercían su derecho a manifestarse.


Lo mismo con la crisis en Nicaragua desde abril del 2018, el papel de la actual Cancillería se ha limitado a pedir un diálogo que todos saben imposible, mientras el binomio Ortega y Murillo reprime y obliga al exilio a miles de nicaragüenses, muchos de ellos en El Salvador. El denominador común en estos casos ha sido el silencio cómplice o la defensa ideológica de ambos regímenes, pese a los compromisos adoptados desde la firma de la Carta Democrática Interamericana en septiembre del 2001, que obliga a cada país de la región a “promoverla y defenderla” en todos los países de la región.

  1. Existencia de una diplomacia secreta. Durante las crisis anteriores se hicieron constantes solicitudes de acceso a información pública, consistente en las instrucciones emitidas desde Cancillería al Embajador de El Salvador ante la OEA. La respuesta del Ministerio fue la de negar el acceso a las mismas alegando que se trataba de información reservada y luego clasificándola como tal para un período de siete años. Al ser cuestionado públicamente sobre este punto, el entonces Canciller respondió que se había negado la información “debido a que todo lo que tenga que ver con la solución de conflictos o discusiones limítrofes es secreto como dice la Constitución”. Esta respuesta no merece mayor comentario.

  2. Falta de cumplimientos y exceso de nombramientos. Con lo primero me refiero a las resoluciones de los organismos de protección de los derechos humanos en el continente. Específicamente a la Comisión y la Corte Interamericana, que durante años han emitido pronunciamientos sobre algunos de los mas graves casos de masacres, magnicidios y desapariciones que se produjeron durante la guerra civil. Muchas de estas decisiones, ignoradas por gobiernos de derecha, terminaron siendo incumplidas también por los gobiernos de izquierda, ya que se concentraron esfuerzos en la reparación material a las víctimas, pero no en la búsqueda de verdad y justicia contra los perpetradores de crímenes contra la humanidad. Esta contradicción también tiene un costo en el escenario internacional, pues la obligación de cumplir con estas sentencias forma parte de la costumbre internacional y es fuente de derechos concretos.


Finalmente, concluye esta década diplomática con la mayor cantidad de “embajadores para la promoción de inversiones” de nuestra historia. La pregunta no es por qué se tienen tantos, sino mas bien ¿para qué?