La coherencia con la paz exige el respeto de la vida desde su concepción hasta su ocaso natural, consideró Juan Pablo II. Él siempre recordaba, ante todo, el mensaje dejado por la venerable Madre Teresa de Calcuta, a la que este movimiento considera como su presidenta espiritual. “Si aceptamos que una madre pueda suprimir al fruto de su seno, ¿qué nos queda? El aborto pone en peligro la paz en el mundo”. ¡Es verdad! –afirmaba el Papa–. No puede haber auténtica paz sin respeto de la vida, especialmente si es inocente e indefensa, como es la de los niños que todavía no han nacido.

Una coherencia elemental exige que quien busca la paz defienda la vida. Ninguna acción por la paz puede ser eficaz si no se opone con la misma fuerza a los ataques contra la vida en cada una de sus fases, desde el momento en que surge hasta el ocaso natural. Estamos viviendo con profundo dolor, el hecho de que ciertos diputados de la máxima institución legisladora en nuestro país, decidieron respaldar una ley inmoral que no sólo busca despenalizar el aborto, sino que lastima y vulnera los derechos primordiales del ser humano. Esta iniciativa podrá hacer legal lo criminal, pero nunca podrá hacer moral lo que, de suyo, es abominable como es el asesinato de seres inocentes en el vientre de sus madres.

Nadie pude contradecir la ley suprema de Dios que nos ordena: ¡No matarás! La Iglesia, que fue convocada por Jesucristo para defender la vida y ser esperanza de vida aun en las condiciones más adversas, tiene ante sí una nueva oportunidad de responder con acciones concretas frente a la cultura de la muerte que se intenta aprobar. El futuro de esta nación, depende de nosotros, pues ante el temor generalizado por la violencia en las calles, se suma ahora la violencia institucional, queriendo ser avalada por la justicia, que no detendrá la pérdida de la vida de millones de niños inocentes, y que será causa del consecuente daño físico, moral y espiritual de las mujeres que vivan este trágico suceso.

La Iglesia Católica ha defendido y defenderá siempre el respeto a la vida, desde su concepción hasta su fin natural. Defiende a cada niño concebido, pues su existencia es un don de Dios que estamos obligados a proteger. Pero tampoco nos son ajenas las mujeres que sufren la violencia, la marginación, el abandono, la ignorancia o se ven obligadas, por su pareja o familia, a ejecutar el terrible acto del aborto. Por esta razón, y para prevenir la tragedia del infanticidio, un llamado a los católicos a ofrecer ayuda inmediata a aquellos que se encuentran en esta difícil situación.

Las complicaciones de índole material o de salud, no debieran inducir nunca a ninguna madre a asesinar la vida concebida. “¡Salvemos a cada niño concebido!”, como clamó nuestro amado Juan Pablo II. Un llamado también a todos aquellos laicos que se desempeñan en el ámbito gubernamental, de manera particular en el poder legislativo y en cuyas manos se encuentra la posibilidad de lograr beneficios a las mujeres en situación de embarazo, a participar activamente en la tarea de salvar a los niños concebidos, procurando leyes que ayuden a las mujeres embarazadas, ya que son portadoras de la vida y del futuro de nuestra sociedad.

Por último, un llamado a todas las familias a actuar con bondad y cariño para que toda mujer viva su embarazo con la mayor protección y cuidado de sus parejas, padres, parientes y amigos, porque no hay mayor dolor que ser rechazado o señalado por la propia familia o la sociedad.