Era una fotografía de dos niños que bajo la lluvia, en un semáforo en medio de San Salvador, hacían malabares con la esperanza de recibir a cambio alguna moneda de los automovilistas. La fotografía fue compartida en las redes sociales de un medio de comunicación. Esa publicación recibió comentarios como «les gusta dar lástima para que les den dinero», «¿pobreza? Viveza», «eso es trabajar con dignidad», «pobres y ricos siempre habremos y ambos somos necesarios». La mayoría de los comentarios a esa fotografía dan cuenta del éxito de un sistema podrido que ha sido capaz de que olvidemos el sentido de vivir en sociedad y de convencernos de vivir bajo el lema sálvese quien pueda y como pueda. El supuesto detrás de este tipo de aseveraciones es que las personas son pobres porque quieren o porque la pobreza es mental, que el no ser pobre es una cuestión de actitud, de esfuerzo, de echarle ganas, de tener la fe y confianza suficiente en el destino o en un ser divino. Según esto, sería válido decirle a más de dos millones de personas en nuestro país que su condición de pobreza se debe a que no tienen una actitud positiva. También sería válido reclamarles a las casi 600 mil personas que a pesar de tener un trabajo remunerado se encuentran en condición de pobreza, que seguramente no se esfuerzan lo suficiente en su trabajo y por eso no pueden cubrir las necesidades básicas de su familia. E incluso podríamos acusar a 720 mil niñas, niños y adolescentes que no luchan lo suficiente por sus sueños y por eso están en condiciones de pobreza. Es simplemente absurdo. Caemos en la trampa de cuestionar a las personas por ser pobres y no a las causas estructurales de la pobreza.

La pobreza depende de factores que escapan del control individual de cada persona y les impide salir de ella: falta de acceso a la educación, ausencia de servicios de salud pública, un mercado laboral basado en la precarización y salarios extremadamente bajos, una política fiscal injusta y regresiva, entre otros. Sin atender sus causas estructurales es imposible pensar que las personas podrán salir de condiciones de pobreza. Y resolver esas causas estructurales, no debería ser responsabilidad de cada persona; el Estado y sus instituciones deberían ser quienes respondan ante este desafío a través de las políticas públicas que nazcan de la planificación y no de la improvisación, que se diseñen con base a la garantía de derechos y que sean evaluadas y mejoradas.

Desde hace más de 30 años, cada 17 de octubre, está dedicado a la conmemoración del Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, por lo que seguramente escucharemos, otra vez, discursos políticos reconociendo este flagelo y su compromiso con erradicarlo. Ya hemos tenido suficientes discursos de este tipo, la lucha por erradicar la pobreza y garantizar los derechos de todas las personas requiere que los discursos pasen a las acciones, que las buenas intenciones se traduzcan en políticas públicas. Para ello es necesario que los y las funcionarias públicas y los liderazgos políticos sean capaces de responder: ¿Por qué si la educación es una de las principales armas para romper el círculo de la pobreza, el proyecto de presupuesto para 2020 apenas considera un incremento de 0.02 % del PIB? ¿Por qué se cuestiona la eficiencia de los programas sociales, pero no se cuestiona la eficiencia de los incentivos tributarios a las grandes empresas? ¿Por qué se hace caso a las ya gastadas recomendaciones de los organismos financieros internacionales de aumentar los impuestos indirectos, como el IVA, que solo impactaría a las personas con menos ingresos y aumentaría la pobreza? ¿Qué entidad pública asumirá los esfuerzos técnicos de la Seteplán de evaluar y monitorear políticas públicas, incluidas aquellas destinadas a combatir la pobreza? ¿El Gobierno actual impulsará una reforma fiscal progresiva? ¿El Legislativo aprobaría una reforma de esa naturaleza? La respuesta a estas preguntas demostrará un verdadero compromiso con la eliminación de la pobreza en nuestro país, mucho más que una fotografía o un discurso.