Nacimos, crecimos y vivimos en un país cuyo territorio ha sido escenario de muchos caprichos de la Naturaleza que, en el devenir de los siglos, nos ha puesto al borde peligroso de la destrucción y la muerte. Repasando la historia patria, desde antes de que fuéramos conquistados por el reino español de Castilla y León, ya las razas aborígenes que poblaron estos lares, desde la mística y legendaria raza maya-nahoa, hasta la invasión y dominio de los aztecas provenientes desde México, conocieron la dureza natural de lo que fue denominándose sucesivamente Nequepio, Cuzcatlán y hoy República de El Salvador, donde destructivos terremotos, extraordinarias erupciones volcánicas, devastadores huracanes y pavorosas inundaciones, han marcado el ciclo vital de todas las generaciones habidas y por haber. Sabemos que esas manifestaciones de la naturaleza son imprevisibles e insuperables, pero, también sabemos, que muchos de esos efectos trágicos pueden disminuirse con buena voluntad, decisiones acertadas y poniendo en práctica los adelantos mismos de la ciencia humana, en diversas ramas del conocimiento y la actividad en general de la sociedad.

Cuando nací y crecí hasta buena parte de mi niñez, en zonas rurales que siempre añoro, recuerdo que toda la información sobre el clima y la época propicia para la siembra de cereales, se basaba en la información climatológica de una publicación denominada “Almanaque Brístol”, que los abuelos y mi padre consultaban con respeto y seriedad. De igual manera, advertían si un invierno sería o no copioso, observando la altitud con que las chiltotas construían sus nidos colgantes en los frondosos caraos del anchuroso patio de la casa solariega. Pero hoy los sistemas climatológicos son muy avanzados que pueden advertir, desde muchas horas antes, si una lluvia será o no intensa para tomar las debidas precauciones. Y aquí es donde entramos al tema central de esta columna. Al suroriente de la capital, en el municipio de Ilopango, hace muchos años según recuerdo, construyeron la comunidad urbana denominada “Colonia Santa Lucía”, para lo cual se dispuso de un pequeño valle colindante con el cerro Amatepec o San Jacinto.

Al parecer, el sitio no era propicio para residir, pues el suelo quedaba bajo en relación a las alturas vecinas. Según las opiniones de los constructores, la poca altitud de la zona sería compensada con obras de mitigación para evitar inundaciones y deslaves en caso de una época lluviosa muy intensa, pero nunca se realizaron tales obras. Y hablamos de “los 30 años de Arena”, ni de los “10 años del FMLN”, porque las inundaciones y cataratas aterradoras en ese sector es un cuento mucho más antiguo, que las acusaciones actuales de los entes políticos. Por supuesto, la densidad poblacional no es la misma de hace 70 años, por ejemplo. El país contaba para entonces de unos dos millones de habitantes y nuestra entonces tranquila capital tendría, a lo sumo, unos 100 mil habitantes. De hecho, los límites y capacidad de la colonia Santa Lucía, que denomino la colonia mártir, ha crecido como el resto del país. Y sin embargo, gobiernos llegaron, cumplieron su período y entregaron a otros el mando, pero de aquellas obras para mitigar peligros nadie se hizo cargo.

Inundaciones y deslaves siguieron dándose en ese populoso sitio, pero como buenos salvadoreños, ponemos el grito en el cielo en tales momentos de angustia, pero vueltos a ser iluminados por el sol del siguiente día, olvidamos el terror nocturno sufrido…hasta el próximo desenlace fatal. Esta falta de voluntad debe cambiar radicalmente de hoy y para siempre. El miércoles 13 de este mayo del Covid 19, permanecíamos evocando las otroras multitudinarias y festivas procesiones en honor a la Virgencita de Fátima, cuando comenzó a caer una torrencial tormenta y el fenómeno de la fatalidad volvió a cebarse en la colonia Santa Lucía. Por los canales de televisión mirábamos, horrorizados y conmovidos, como los torrentes penetraban impetuosos por las puertas de las residencias y arrastraban todo a su paso. Eso ya no puede continuar. Es hora de tomar en serio la supervivencia de las familias y la consistencia de las viviendas. Ojalá sea la última vez que observamos esas tragedias aquí, muy cerquita de donde mandan las autoridades supremas sus órdenes y acuerdos…