En casos de graves violaciones a derechos humanos, un litigio interminable no produce otra cosa que daños irreparables para las víctimas. Un ejemplo de lo anterior, es lo que está ocurriendo a los familiares y sobrevivientes de la masacre cometida por militares salvadoreños en el caserío El Mozote y otros lugares aledaños en diciembre de 1981, y que vuelven a ver frustradas sus esperanzas de justicia y verdad, pero además, una legítima aspiración de ser tratados con cortesía y respeto por parte de los mismos uniformados que representan a la institución responsable de sus pérdidas personales, humanas y materiales, como lo reconociera la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su sentencia el 25 de octubre de 2012.

En menos de un mes, el juez que investiga este caso ha enfrentado la negativa de los militares para inspeccionar archivos del Estado Mayor Conjunto, de dos bases de la Fuerza Aérea y de la Brigada de Artillería. Aún queda por intentar la misma diligencia en dos guarniciones militares del oriente del país, sin que se pueda ser optimista sobre el resultado, teniendo en cuenta que el argumento usado por los oficiales que actúan como voceros es siempre el mismo: los archivos contienen información sensible para la seguridad nacional y la misma constitución –alegan- los obliga a su resguardo en el más estricto secreto.

La escena ha sido vista por todos en los distintos noticieros: un juez que pide la colaboración para realizar la diligencia, oficiales de baja graduación repitiendo el argumento ensayado y más atrás los rostros avergonzados de víctimas y familiares. Avergonzados no de sí mismos o de estar allí, sino más bien de constatar la prepotencia y la poca vergüenza de una institución del estado que debería ser la más preocupada por desligarse en la actualidad del desempeño de aquellos mandos comprometidos en plena guerra fría, en los años ochenta del siglo pasado, con la doctrina de seguridad nacional que enmarcó las demandas sociales y la existencia de la pobreza, en un conflicto ideológico que provoco los peores desmanes en la región.

Nada de esta reflexiva entereza puede adivinarse en los actuales mandos militares, mientras el juez Jorge Guzmán seguía con su vía crucis en favor de la justicia para cientos de víctimas, el Ministro de la Defensa Nacional presentaba una demanda de amparo ante la Sala de lo Constitucional, ante la inminente realización de las diligencias antes mencionadas, como si al Ministro le asistiera un derecho personal y legítimo que pudiera considerar vulnerado ante la demanda de justicia de los antiguos pobladores de una zona, que durante días fue arrasada por unidades militares de elite durante el conflicto. Un sinsentido ético y jurídico del que estoy seguro que otros oficiales del presente y del pasado vieron con vergüenza.

Por supuesto que los jueces constitucionales no accedieron a las pretensiones del contralmirante, y estas diligencias en las que se busca indagar sobre lo ocurrido en diciembre de 1981 seguirán su camino, pese a la negativa de los militares para colaborar, nada nuevo en El Salvador, excepto que antes la obstaculización a la búsqueda de la verdad se hacía en privado, no ante las cámaras de televisión y mucho menos enviando a oficiales de baja graduación, que están siendo comprometidos en actos que pueden arriesgar sus carreras profesionales en el futuro.

¿Acaso alguien se imagina que estos capitanes van a ascender algún día al grado de general de la aviación o del ejército, luego de oponerse a la realización de una diligencia judicial? Esto solo ocurría en los años ochenta, con las consecuencias que todos conocemos o esperamos. Cuando esta nueva generación de oficiales tenga la oportunidad de valorar sus acciones y omisiones durante lo que va de la actual administración, y los cambios políticos que tarde o temprano se produzcan nos lleven como sociedad a dirimir responsabilidades individuales, seguro se llevarán la peor parte como consecuencia de la irresponsabilidad de sus mandos, tal y como ya ocurrió en Chile o Argentina desde finales del siglo pasado.

Mientras tanto, los salvadoreños tenemos que encarar aún el costo de la barbarie que los batallones de infantería de reacción inmediata dejaron a su paso, o de la misma guerrilla, que tampoco está exenta de señalamientos por delitos de lesa humanidad. Lo que se echa en falta, es la existencia de discernimiento entre quienes gobiernan y mandan en la actual administración, y que insisten en su intención de construir el futuro, actuando igual que los gobiernos del pasado.