Cuando inició la epidemia por el virus COVID-19 el Órgano Ejecutivo y la Asamblea Legislativa emitieron una serie de normas especiales dirigidas a enfrentar el problema. Los decretos legislativos emitidos por la Asamblea sirvieron como fundamento a los distintos decretos ejecutivos pronunciados por el Ministerio de Salud y otras autoridades.

El primero fue el Decreto Legislativo No. 593, que declaró la emergencia nacional el 14 de marzo. Este fue sucesivamente prorrogado, hasta que su vigencia terminó el 16 de mayo.

La Asamblea Legislativa autorizó un régimen de excepción el 15 de marzo. Este luego se prorrogó hasta el 13 de abril.

El 7 de mayo se aprobó la Ley de regulación para el aislamiento, cuarentena, observación y vigilancia por COVID-19. Esta, materialmente, era un nuevo régimen de excepción que terminó el 19 de mayo.

El nudo de decretos ejecutivos (principalmente del Ministerio de Salud) se ha ido sosteniendo en estos productos legislativos. Pero, ante la negativa de prorrogar por quinta ocasión la declaratoria del estado de emergencia, o de prorrogar u ordenar un nuevo régimen de excepción, el 20 de mayo el Órgano Ejecutivo se quedó huérfano de decretos legislativos especiales sobre los cuales sostener sus medidas.

De ahí que el gobierno optó por avanzar un paso más en su proyecto político. Decidió prescindir de la Asamblea Legislativa e invadir sus competencias.

Por una parte el Presidente de la República emitió el Decreto Ejecutivo No. 19, a través del cual decreta un estado de emergencia. Este, además de suponer una invasión a una competencia reservada a la Asamblea Legislativa en la Ley de protección civil, prevención y mitigación de desastres, representó una manifiesta desobediencia a la medida cautelar que un día antes había emitido la Sala de lo Constitucional en el proceso de inconstitucionalidad 63-2020.

Hoy el tribunal tiene la obligación de “hacer ejecutar lo juzgado”, y hacerlo de manera firme. Solo así podrá evitar que se normalice que sus decisiones tengan un carácter simplemente declarativo, sin incidencia en la realidad, y sin posibilidad de restaurar el orden constitucional.

Pero, por otra parte, el Ministro de Salud también hizo lo propio. El 20 de mayo emitió el Decreto Ejecutivo No. 26. En este declara como zona epidémica sujeta a control sanitario a todo el territorio nacional (art. 1 inc. 2o) y, a partir de ello, declara cuarentena domiciliar en todo el territorio, restringiendo el derecho a la circulación de toda la población (art. 8).

Suspender el derecho constitucional a la circulación de toda la población es, sin eufemismos, un régimen de excepción. Y el Ministro de Salud, bajo ninguna circunstancia, está facultado para ordenarlo.

Ordenar un régimen de excepción corresponde a la Asamblea Legislativa (art. 131 ord. 27o Cn.), y, solo cuando esta se encuentra imposibilitada de reunirse, al Consejo de Ministros (art. 167 ord. 6o Cn.). De manera que la orden del Ministro de Salud configura una seria intromisión en las funciones de la Asamblea Legislativa y una grave violación al derecho a la libertad de circulación de todos los salvadoreños.

La orden de un régimen de excepción, además de ser sumamente grave por haberse dictado por una autoridad incompetente para ello, es también lesiva pues viola el límite temporal que establece la Constitución para ello. El art. 30 Cn. establece que esta alternativa solo puede ordenarse una vez, y prorrogarse solo en una ocasión por igual período.

En el curso de esta emergencia el régimen de excepción se ordenó el 15 de marzo por quince días (Decreto Legislativo No. 594); luego se prorrogó por un período igual el 29 de marzo (Decreto Legislativo No. 611); y posteriormente se decretó un nuevo régimen de excepción encubierto el día 5 de mayo (Ley de regulación para el aislamiento, cuarentena observación y vigilancia por COVID-19). Ahora el Ministro de Salud lo ordena nuevamente. La suspensión del derecho a la libertad pasó de ser excepcional a permanente.

Las sistemáticas violaciones constitucionales que hemos presenciado en estos meses preocupan; pero inquieta más la apatía y conformismo de ciudadanos e instituciones que, poco a poco, van normalizando el rompimiento del orden constitucional. Así se pierden las repúblicas.