Es tiempo de debates presidenciales en los EE.UU., y su influencia se deja sentir también en nuestro país, donde las opiniones en favor de uno u otro de los candidatos y sobre sus posibilidades de victoria, también forma parte del cálculo político por la influencia que todo esto tiene y tendrá en nuestro próximo evento electoral, así como por sus repercusiones en el tema migratorio y económico.

De lo que pocas veces se habla es de la falta de debate en una democracia tan gastada como la nuestra, y en particular, de la necesaria rendición de cuentas de quienes aspiran a una legislatura o alcaldía. Tampoco se hace referencia a la virtud de la coherencia -o la falta de esta- en el contenido de la mayoría de mensajes que generalmente contrapuestos, son esgrimidos por los candidatos en pugna, a pesar de las consecuencias que estos pueden tener.

Me explico, en El Salvador la cercanía de las elecciones no privilegia a los candidatos de consenso ni de concordia, todo esto es considerado una muestra de debilidad o de poca astucia para lograr el control de la cosa pública. Por el contrario, se acentúa las diferencias entre los contendientes y se privilegia el radicalismo como factor diferenciador entre las fuerzas en contienda, no se pretende triunfar con la idea de que las elecciones las ganará el mejor o el de más experiencia, por el contrario, lo hará el más fuerte y cuyas características personales puedan ser compatibles con la idea de éxito, de dinamismo y hasta de juventud, ese “divino tesoro” al que tanto le cantaba Darío.

Así, los estrategas de campaña, sin que al parecer importe el espectro ideológico –a quien le importan ya las ideas- no se cansan de utilizar un discurso de odio contra el contendiente, que pasa de ser tal, a convertirse en un verdadero enemigo a combatir y eliminar, al menos en sentido figurado. Las ideas del contrario no se vencen con argumentos, sino con acusaciones de conspiración y señalamientos por los hechos del pasado, un pasado generalmente irremediable, como lo será al final de su mandato el presente de este gobierno, si es que alguna vez entrega el poder.

Esta percepción de la política como un acto más bien tribal, se ve reflejado en el desempeño de analistas, aduladores de turno e invitados varios en los programas de opinión que todavía existen: algunos desearían ser los únicos invitados para hablar sin interrupción, otros parecen ofenderse con las preguntas del conductor o moderador de la tertulia, y más de alguno, señala a la cámara con un dedo acusador, para recordarnos a todos el destino inexorable de sus contendientes: la hoguera del escarnio público o la repulsa de las masas infinitas que sin duda alguna apoyan a su gran líder…como si existieran verdades absolutas en materia política.

Toda esta estridencia hace de quienes deberían ser guías de opinión, o al menos interlocutores de las diversas fuerzas políticas del país, verdaderos vociferantes y apologistas del odio entre salvadoreños, esta fue la misma práctica utilizada el siglo pasado para condenar a disidentes y opositores ante los medios de comunicación, antes de que actuaran en su contra grupos paramilitares de cuya trayectoria da cuenta el informe de la Comisión de la Verdad.

¿Por qué volver una y otra vez a aquello que los salvadoreños ya hemos probado que no funciona? ¿Cómo creerle a quienes gesticulan y amenazan pero no son capaces de construir un argumento o propuesta? Si el problema ha sido la excesiva concentración de poder y la impunidad que esto genera, ¿Cómo construiremos una democracia acentuando dicho descontrol al crear un poder mayor?

Por eso, si queremos revitalizar nuestra democracia, o incluso rescatarla a estas alturas del proceso histórico que estamos viviendo, es necesario también revitalizar el ejercicio de la propia ciudadanía, que no se reduce únicamente al papel de electores el día de la votación. El promover la discusión pacífica y constructiva entre personas que piensan diferente, y la apuesta por un debate temprano entre los niveles más bajos de la jerarquía política, puede tener una incidencia local que permita tener esperanzas para el futuro.

Abandonar espacios de opinión y ambientes de odio donde solo es posible seguir la estela de mentira y sensacionalismo del vociferante que los convoca, ya no solo es un deber cívico, es también un factor de salud mental.